El espejo



Yo sé algo: los que lleváis una existencia tranquila, los que vivís estable y confortablemente, a veces leéis historias así, crudas, como la que voy a referiros, y decís: No nos vengas con cuentos, compañero, porque bien sabemos lo que una fértil imaginación puede inventar. Déjate de fantasías y relátanos algo verosímil.


            Bueno, sois muy libres de pensar lo que queráis: pero yo tengo mi experiencia y sé que si uno se da una vuelta por ahí y aguza bien el oído, no dejará de enterarse de un drama semejante. Yo os diré...


            Tú entras en la taberna, pagas un par de copas, y el otro, que está que revienta, te cuenta su tragedia o la de su amigo. Cuando el otro termina se va, después de haber descargado la conciencia, y tú te quedas pensativo y reconoces que en este bajo mundo sucede algo más que la acostumbrada, sensacional y dulce historia del príncipe que se casó con la modista. Lo que pasa es que a los reporteros les importan poco las múltiples desgracias cotidianas que sufren, sin quejarse, las gentes humildes. Los reporteros, es sabido, prefieren las historias acarameladas y cuanto más rosadas mejor. Tú, que estás tranquilo y no te faltan veinte duros, lees y dices que está muy bien, que hay que ver y que cosas tan bonitas. Puntos de vista, digo yo, y literatura de azúcar para burgueses satisfechos. Pero ya que pienso distinto y de algo ha de servirme el andar husmeando por ahí, voy a haceros un relato diferente y sé que un día, alguna vez, tropezaréis con un caso parecido y entonces, recordándome, diréis: Pues tenías razón, compañero, en la vida todo no es amable y en tu cuento algo había, algo había más que literatura.


            Iré, pues, a lo mío y si os conmovéis un poquito no me acuséis a mí: son cosas que pasan y uno, cuando se entera, va y escribe...






I






            Aquí me tenéis, preso. Soy un criminal ante la ley. Estoy condenado a diez años de cárcel por infanticidio. Maté a mi hijita de dos años. La maté con el hacha pequeñita que mi mujer usaba para hacer astillas con que encender el fuego. Llegué borracho, el día del Patrón, sobre las diez de la noche. Me miré al espejo. Me vi pálido y con un fuego extraño en los ojos. Luego fui a la cocina a buscar el hacha y me dirigí a la habitación de la niña, que dormía, inocente, y la maté. Dio un grito, un solo y único grito, un grito débil y apagado en sí bemol, un grito de dos años, y murió. Le di en la sien derecha justamente. Casi no se movió cuando le di el hachazo. Después, en la sien que os dije, le nació una flor roja que empezó a sangrar y se transformó en un hilo purpúreo, largo, brillante, delgadito. La niña empezó a quedarse blanca y os digo que parecía un angelito de mármol de Carrara. No la desfiguré. Os juro que no la desfiguré. Tuve cuidado de golpear con precisión. Le di en el punto exacto, sobre la sien derecha, para que muriese sin sufrir. ¡Pobrecita! ¡Pobrecita de mi niña! ¿Pero qué os digo? ¿A quién se le ocurre asegurar que yo maté a mi hijita? ¿A quién puede ocurrírsele matar a su propia hija, derramar su propia sangre, herir en su propia carne? ¡Qué locura! Eso resulta del sumario, pero es mentira. ¡Juro que es mentira! Yo no la maté. Yo no maté a mi hija. Si el juez supiera la verdad ya me habría puesto en la calle. Lo que ocurre es que yo no quise hablar del espejo porque tuve miedo a que me creyesen loco. No se lo dije a nadie y me dejé encerrar, procesar y condenar. ¿Quién me creería? ¿Qué podría hacer? La cárcel es preferible al manicomio y por eso no hablé para nada del espejo. Pero la verdad es ésta. La verdad está aquí, ahí, sobre mi camastro de presidiario, en esas cuartillas, en esas pocas cuartillas que podéis leer, que podréis leer cualquier día una vez que yo sea libre, con la suprema libertad que da la muerte. Esa es la verdad, tan cierto como que todas las noches, a las diez, oigo un grito débil y apagado, un grito de dos años en si bemol.




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            La casa, además de antigua, era ciertamente un poco rara: gruesas paredes, estrechos ventanales y un solo balcón que daba al comedor sobre la fachada principal. Desde el comedor a la cocina se extendía un pasillo, de unos ocho metros de longitud, por el que solía corretear la niña. En la cocina también una sola ventana reducida, de manera que si queríamos tener el pasillo iluminado durante el día, debíamos dejar abiertas las puertas de cocina y comedor para que, mezclándose la luz que entraba por el balcón del comedor con la proviniente de la cocina, el pasillo gozase de una iluminación tenue, difusa, inconcreta, extravagante; de una luz débil, agachada, chata, hermafrodita, pero suficiente para ir de un lado a otro sin tropezar con el espejo o para bajar sin peligro de caerse los cinco peldaños que era preciso descender desde el pasillo, hasta llegar a la puerta de nuestro piso, el único que la casa tenía además del bajo, éste ocupado por un comercio de tejidos. Ya os dije que la casa era un poco rara y si os doy detalles, tened en cuenta que son solamente los precisos, los imprescindibles para la comprensión de mi historia, para el entendimiento de mi verdad, para la interpretación de este drama que he dado en llamar mío aunque sé que no soy culpable, diga lo que diga el sumario que acerca del caso se instruyó. También los jueces pueden equivocarse. No es la primera vez que se comete un error judicial. En todo caso, lo que yo no podía hacer era hablar del espejo. Y no hablé. Ni siquiera se lo dije a mi mujer. Y aquí estoy, dispuesto a cumplir íntegramente la condena. Todo antes que hablar del espejo maldito. Sabéis que tuve miedo a que me tomasen por loco. ¡Y loco no, loco no! ¡Sería horrible que me creyesen loco y me encerrasen allá, con los otros, con aquellos a quienes visité un día, sólo por conocer, sólo por curiosidad! Sí, sería horrible y prefiero la cárcel. Pero escribiré y algún día... Eso es, algún día podrá conocer el mundo la verdad, el hecho inaudito, increíble, inverosímil, pero cierto: la historia del espejo.




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            El espejo aquél era un objeto extraño, y como tal espejo, algo irreal, incomprensible, fantástico. Yo, al verlo, imaginé que había sido fabricado de encargo, ex profeso, con destino a una coqueta loca o a un Narciso lunático. Era un espejo... caprichoso. No sé definirlo de otro modo que mejor cuadre a su forma y tamaño. Era un ocho monstruoso, de madera, cristal y metal, un ocho ancho y  alto, desusadamente ancho y alto, como si estuviera destinado a una hembra de bandera, a una hembra de líneas audaces y bien definidas, a una hembra de formas opulentas, coquetuela y viciosa, que hubiera de pasar largas horas mirándose, admirándose, desnuda, dando vueltas sobre sí misma para verse en todas las posturas posibles de manera que ni los hombros ni las caderas se saliesen nunca del espejo. O quizá su oficio fuera más innoble, caso de haber sido construido para un Narciso elefantiásico, impúdico, eunuco y degenerado. ¿Que sé yo? Sin embargo, lo más extraño no eran ni su forma desusada ni su insólito tamaño, no. Lo más extraño estaba en sus reflejos, en lo profundo de las aguas del espejo; porque habéis de saber que era un espejo ceniciento, fúnebre, sombrío, un embrujado espejo oscuro, oscuro y trágico, como hecho de penumbra amalgamada con destellos de sol crepuscular o de penumbra mezclada con reflejos de luces fluorescentes sobre un agua verde, cenagosa, de cloaca subterránea. No me explico como pudo ocurrírsele tan insensata compra a mi mujer. Es inexplicable, pero se le ocurrió. Para nuestra desgracia se le ocurrió. Acaso fue cosa del destino; del implacable, del inevitable, del irrenunciable e inclemente destino que pesa sobre mí; de este destino diabólicamente absurdo que a mí me condujo a la cárcel, a mi hijita querida a la muerte y a mi mujer a la desesperación.






II






            Cuando llegué a casa aquel sábado, a la hora de comer, mi mujer me esperaba sonriente y entusiasmada, impaciente por darme la noticia.


·         Mira –dijo- que compra tan estupenda hice esta mañana. Es un espejo de cuerpo entero, algo antiguo, pero baratísimo. Sólo trescientas pesetas me costó. Lo compré en la subasta que hicieron de los muebles de la vieja esa que murió la semana pasada. ¿Qué te parece? Yo creo que es una buena adquisición.


Me quedé atónito, mudo, mirando asombrado para aquel adefesio enorme, sin saber que pensar ni que opinar sobre aquella extravagancia con grueso marco torneado en madera de castaño y base pesadísima  de bronce. Al fin recobré la voz y pude  hablar.


¡Pero esto es absurdo! Jamás he visto un espejo de tal forma y tamaño que fuera solamente eso, espejo. Es algo ilógico, inconcebible, irrazonable, pecaminoso, vano. Es como una náusea mental o como la concreción de una pesadilla en madera, cristal y metal. ¿No lo crees tú así? ¿No percibes que sé yo qué de fantasmal en sus aguas turbias, en sus reflejos sombríos?


·         ¡Bah! –Contestó  mi mujer. Es que aquí hay poca luz. Ya buscaremos sitio adecuado para él. Y en cuanto a tus fantasías, si no tomaras los traguitos que tomas antes de comer ganarías más. Creo que el alcohol te hacer ver visiones.


Pensé que mi mujer tenía razón, pues la verdad es que soy demasiado imaginativo y, si darle más importancia a la cosa, dije:


·         Bueno, dejemos eso y vamos a comer. ¿Y la niña?


·         Está en casa de mi madre, que vino a buscarla -respondió mi mujer-. No tardará en traerla, no te preocupes. Estarán  a punto de volver.


Comimos tranquilamente y al poco rato llegó la niña con su abuela. Se acercó la pequeña a besarnos, según tenía por costumbre cuando venía de la calle, y luego se puso a correr por el pasillo, de aquí para allá, jugando con el gran pelotón que le habían traído los Reyes Magos. Yo empecé a charlar con mi mujer y con mi suegra y me olvidé totalmente del espejo hasta que, al salir para la oficina, se me ocurrió acercarme a él con objeto de alisarme un poco el pelo. Recuerdo que aquel día la niña vestía un trajecito blanco y llevaba, rodeándole la cintura, una ancha cinta de seda azul celeste recogida en un gran lazo sobre la cadera izquierda. Al ver la niña que yo me estaba peinando ante el espejo se acercó a mí y se puso a mirar la imagen en él reflejada, como suelen hacer todos los niños en semejantes casos. Yo automáticamente, dirigí también la vista hacia la imagen de la niña y le sonreí, mejor dicho intenté sonreírle, porque la sonrisa no llegó a florecer en mis labios a causa de lo que vi en el espejo. La pequeña, naturalmente, estaba allí, a mi lado, pero no vestía de blanco ni su cinturón era azul. Su vestido, en el espejo, se veía de color morado y el cinturón era negro, totalmente negro. Además estaba seria y parecía tener los ojos cerrados. Y el caso es que al volver yo instantáneamente la vista hacia la niña real, hacia la niña de carne y hueso, la encontré sonriéndome, con sus grandes ojos castaños enormemente abiertos. No sé de que modo la miraría porque, de pronto, la chiquilla echó a correr hacia la cocina y se refugió en las faldas de su madre, temblorosa y palpitante como un pajarillo asustado en la mano cerrada de un niño.


·         ¿Que le has hecho a la niña? –preguntó mi mujer.


·         ¿Yo? Nada –respondí-. Me parece que se asustó al verse en el espejo. No sé.


No quise añadir nada más. Supuse que mi mujer se burlaría nuevamente de mí si le hablara de tan extraña visión y, sin más, salí de casa preocupado y pensativo.


·         Algo va mal en mi cerebro –fui pensando-. Habrá que tomar medidas y dejar los vasitos esos del mediodía y del atardecer. No es posible que un espejo, por anormal que sea, por muy desenfocadas que presente las imágenes, transforme totalmente los colores y refleje lo que no hay. El mal está en mí, sin duda alguna. Hay que tomar medidas.


Rumiando estos nada halagüeños pensamientos me dirigí a la oficina y, entretenido por el trabajo, olvidé en absoluto el asunto del espejo.


Al salir de la oficina la fatalidad, destino  o mala suerte, quiso que me tropezase con un amigo íntimo el cual me invitó a tomar unos vasitos y, aunque quise rechazar la invitación, tanto insistió que no me fue posible hacerlo sin parecer grosero. Así es que le acompañé.


Regresé a casa temprano, Abrí la puerta del piso. Ascendí los cinco escalones y me encontré a la niña correteando por el pasillo, infatigable como siempre, detrás de su gran pelotón. Vino enseguida a mis brazos. Me besó y dijo en su lengua peculiar.


·         Mamá tienda. Quero pan.


·         Bueno, hija – contesté -. No te preocupes, ahora está contigo papaíto y mamaíta no tardará en llegar. Toma pan.


De pronto, me asaltó una morbosa idea, una irresistible curiosidad, un insano deseo de probar otra vez al espejo bajo aquella luz mortecina, aceitosa, densa, que iluminaba el pasillo en aquel instante. Cogí a la pequeña de la mano y le dije:


·         Ven. Vamos a mirarnos en el espejo a ver que guapos estamos.


La niña no hizo resistencia alguna y se dejó conducir tranquilamente. Lo que vi me hizo dudar de mis facultades mentales. Yo creía estar en mi sano juicio, pero el espejo parecía demostrarme lo contrario. Aquello no era posible.


·         Es la bebida –me dije-. No puede ser más que efecto de la bebida. Esto es imposible.


En efecto, parecía imposible que yo, contemplándome tal y como era, viese en el espejo, en vez de a mi pequeña de dos años, a una niña vestida de primera comunión, con su trajecito blanco, su gran velo de gasa transparente, sus zapatitos también blancos y sus manitas cerradas sobre un oracional de rojas pastas y un rosario de nacaradas cuentas. Al cuello llevaba una cadena de oro de la que pendía un crucifijo del mismo metal. La niña era alta, como de siete u ocho años y, sin embargo, su rostro era el de mi hijita. Y me sonreía. Y yo, en ese momento, a la luz indecisa, sólida, desmayada, de la tarde, veía los colores en toda su pureza. No. Aquello era imposible.


Me dirigí a la cocina, con la niña, sin hablar palabra. La pequeña retornó a sus juegos y carreras y al poco tiempo regresó mi mujer que me miró inquisitivamente, al ver que yo pasaba una mano por la frente sudorosa, y dijo:


·         Estás pálido. ¿Qué te pasa?, ¿no te encuentras bien? Anduviste bebiendo, ¿eh?


·         Si, creo que me hizo daño –contesté-. No me encuentro muy bien, no. Será mejor que me acueste. No tengo ganas de cenar.


·         Bueno. Te llevaré una taza de manzanilla a la cama. Si me hicieras caso a mí...






III






Pasaron dos meses, aproximadamente, sin que nada nuevo sucediese. Yo había dejado de beber y el espejo de reflejar imágenes anómalas. Así fueron transcurriendo nuestros días, tranquilos, hasta que llegó el día del Patrón.


En los pueblos, ya se sabe, el día del Patrón es una fecha memorable. Todo el mundo está contento y, después de misa, los hombres, antes del concierto, van a tomar unos vasitos, para ponerse a tono con la orquesta, o con la banda, si la hay. Así se viene haciendo, año tras año, y así se hará mientras el mundo sea mundo. Los pueblos no pierden fácilmente las viejas, tradicionales costumbres. Y mi pueblo es uno de tantos. Un pueblo más. Y es natural que, como ocurre en todos los pueblos, el día del Patrón sea una fecha grande, una fecha en la que es preciso estar alegres y beber y aún cantar con los amigos para que la tradición no se pierda. Esa fue mi desgracia, según la gente y ante la ley. La verdad está en mi relato y podría testificarla, si fuera algo humano y no diabólico, el espejo trágico que yo destrocé a hachazos aquella noche, la noche del día del Patrón. La noche del crimen, dicen aquellos que ignoran la historia del espejo asesino, esto es, lo  dicen cuantos conocen el caso, porque yo, hasta la fecha, jamás hable a nadie de ello no fueran a tomarme por loco.


Bueno, me dejaré de digresiones que a nada conducen e iré al rápido final. El día de la fiesta, por la mañana, fui a misa y luego me dediqué a andar con los amigos, un vasito aquí y otro allí, pero sin exceder. Sobre las tres de la tarde fui a comer, después del concierto, como es natural en tales fechas.


Serían las cinco de la tarde cuando me dispuse a salir. La niña, aburrida por la conversación de sobremesa que sosteníamos mi mujer y yo, hacía tiempo que se había dedicado a correr por el pasillo y ahora se encontraba ante el espejo ensayando, a su manera, unos pasos de baile. Yo reía, al verla, a carcajada limpia, y me creía feliz. Había olvidado completamente el maleficio del espejo y sentía en mis arterias el suave calor de la sangre que corría por ellas, ligera y joven, animada en su carrera por la energía valiente que proporcionan una cuantas copas de buen coñac cuando se toman en amable compañía y después de haber hecho una comida extraordinaria. Me levanté de la silla que ocupaba, besé contra mi costumbre, a mi mujer, y me acerque al espejo, como la otra vez, para peinarme un poco antes de salir. La niña seguía bailando y yo, para no estorbarla, me coloqué pegado casi a la pared contraria, a cosa de un metro del espejo y... lo que vi  paralizó mi corazón.


Aquello era horrible: En el espejo no se veía niña alguna y había, en cambio, una mujer de unos veinticinco años; pero era una mujer... ¡de la vida! Era una prostituta, sin duda alguna: un vestido indecente, una mirada turbia, insinuante y cínica, un rostro pintarrajeado, demacrado, marcado indeleblemente por años de vicio. Y aquella mujer me sonreía al tiempo que me hacía con las manos una seña procaz. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que aquella mujer pública tenía las facciones de mi pequeña, es decir, las facciones que mi niña podría tener caso de haber llegado a aquella edad.


Me aparté del espejo, horrorizado, y salí de casa, mejor dicho huí, huí como si me persiguiese una legión de diablos. Entré en el primer bar que encontré al paso y pedí un doble de coñac. Luego seguí bebiendo, bebiendo, bebiendo, en el inútil empeño de olvidar.


Volví a casa sobre las diez de la noche, muy borracho, y lo primero que hice, al entrar, fue dirigirme al espejo después de haber encendido la luz que, dando a la escalera, iluminaba también el pasillo. Me miré y no me vi. Lo que el espejo reflejaba era la imagen horripilante de una vieja, sucia y astrosa, de un pingajo vestido de harapos mugrientos, con la cabeza caída sobre el fláccido pecho, el pelo desgreñado, los brazos colgando a lo largo del cuerpo y entre los pies, descalzos y cochambrosos, una botella rota. La vieja, al oírme exclamar ¡Dios mío!, levantó la cabeza  y vi... ¡el rostro de mi hijita!: un rostro de dos años sobre un cuerpo de ochenta. ¿Era aquel el fin del futuro de mi niña?


            No sé que pasó por mí. Corrí a la cocina. Cogí el hacha y destrocé el espejo golpeando furiosa, cruel, brutalmente, sobre la cabeza de la vieja, que aún seguía allí, pero ahora vieja de verdad, riendo y enseñando al reír unas negras encías desdentadas. Golpeé hasta hacer añicos el espejo. Cuando di el primer hachazo, el espejo gritó.


            Lo que ocurrió luego no lo recuerdo muy bien. Sé que fui hacia la escalera y allí estaba mi mujer, con la niña en brazos, llamándola dulcemente:


·         ¡Nena! ... ¡Nena! ... ¡Nena! ... –repetía. ¡Nena! ...


Luego se hizo un gran silencio y, de repente, mi mujer empezó a gritar como una loca:


·         ¡Está muerta! ¡Está muerta! ¡La mataste tú! ¡Asesino! ¡La mataste tú! ¡Criminal! ¡Eres un criminal! ¡Dios! ... ¡Dios! ... ¡Pobre hija mía! ¡Pobre hijita! ...


Después apretó su rostro contra la cara de la niña, cubriéndola, envolviéndola, ocultándola entre sus cabellos, y la oí llorar suavemente, silenciosamente, desesperadamente. Y eran más terribles, más inhumanos, más escalofriantes, aquellos sollozos ahogados, reprimidos, átonos, que los gritos que había lanzado anteriormente. Yo me desmayé.






IV






Concluye aquí la verdadera historia del espejo endemoniado. Lo que refiero al principio, según consta en el sumario, lo declaró mi mujer ante el juez. Yo nada dije. Nada podía decir. Nadie podría creer que al destrozar yo el espejo estaba dando muerte a mi hija. No, nadie podría creerlo y por eso callé. Por eso no hablé para nada de las inconcebibles imágenes que se presentaron a mis ojos a través del espejo demoníaco. Y aquí estoy, condenado a diez años por infanticidio.


Escribo para la posteridad porque, en vida, no pienso dar a conocer la historia del espejo maligno, ¿para qué? Sé que no puedo devolver la vida a mi hijita querida. Sé que mi mujer, medio loca, desea mi muerte. Me resta una sola esperanza: la de morir aquí, entre rejas, antes de cumplir la condena y de ser puesto en libertad.


Estuve pensando en poner fin a mis días colgándome, con mi propio cinturón, de la reja de hierro, cuadriculada, que protege la ventana de mi celda; pero desistí. Ya no puedo vivir mucho. Mí niña tendrá compasión de mí y vendrá a buscarme cualquier noche, a las diez, que es la hora en que oigo el grito débil y apagado, el grito de dos años en si bemol, el grito que lanzó el espejo cuando le di el primer hachazo.


Ahora ya sabéis la verdad. Bueno, la sabréis cualquier día. La conoceréis el día en que el carcelero me encuentre tendido, sin vida, sobre mi camastro de presidiario. Y ese día no tardará en llegar, no. No tardará. El grito del espejo, una noche, a las diez, en vez de clavarse en mis oídos se clavará, como un cuchillo, en medio y medio de mi corazón, en el punto preciso para que yo muera, como mi niña, sin sufrir.


Entonces seré libre y me iré, con mi hijita, que ahora está tan sola, a jugar a la pelota en el celeste, luminoso, deslumbrante pasillo sin espejos de una casa sin techos, ni puertas, ni ventanas, que será alumbrada desde arriba por un gran sol perenne.