Veinticuatro horas en la vida de un recluta


            ¡Ya se van los reclutas, madre! ¡Ya se van los reclutas! Son ellos los que cantan –dijeron las muchachas del pueblo aquella mañana de lluvia.

            Y era verdad. Los reclutas cantaban, por no llorar, y las muchachas –las novias, las hermanas – por no llorar miraban lejos ante sí, los ojos quietos, y decían a sus madres: “Ya se van los reclutas, madre, ya se van los reclutas. Son ellos los que cantan.”

            En Zaragoza, en Barcelona, en Valencia, en Almería y en La Coruña. De punta a punta de España. En las aldeas y en los pueblos. En el último rincón de la geografía española hubo una muchacha que dijo adiós a un recluta: “¡Adiós, amor!”. Y hubo una madre que lloró.

            Besos. Abrazos. Lágrimas. Suspiros. ¡Qué pena en el corazón de las madres! ¡Qué ternura húmeda en los ojos, tan abiertos, de las enamoradas! ¡Adiós, amor, te quiero! ¡Escribe pronto, hijo! ¡Escríbeme, cariño! ¡Adiós, amor!

            Así, poco más o menos, fueron despedidos los reclutas. Casi todos. Menos los solitarios. Menos los huérfanos. Menos los sin amor. ¡De todo hay en este bajo mundo! Luego, partieron, al hombro las maletas de madera, de cuero o de cartón, que contenían todo cuanto habían de poseer durante treinta y dos meses infinitamente largos. ¡Su vida! ¡Llevaban su vida al hombro! Sobre el mismo hombro que había de sostener el fusil. Iban a servir a la Patria. Ya eran hombres. ¡Hombres de veinte años! Pero partían melancólicos, llevando en los labios la dulzura de miel caliente del último beso apasionado de la novia y en los oídos la suave caricia del eco de una voz amada que susurraba, ronca y temblorosa de cariño, la postrera despedida: ¡Adiós, amor!.

-          Bueno, me voy –había dicho Juan cuando rayaba el día, dirigiéndose a su madre. Ya deben de estar los otros en el coche.

-          Ven acá, hijo, dame un abrazo. A lo mejor ya no te vuelvo a ver. ¡Soy tan vieja! ¡Y vas tan lejos tú!

-          No hay que pensar en eso, madre. Y además, ahora no hay nada lejos.

-          Sí; no hay que pensar en eso. Los viejos no pensamos más que tonterías. ¡Qué Dios te acompañe, hijo! Reza siempre para que El te ayude.

-          Sí, madre.

-          Como cuando eras niño y yo te enseñaba.

-          Sí, madre.

-          Y pórtate bien con todos.

-          Sí.

-          Y has de ser humilde y bueno.

-          Sí.

-          Y no dejes de escribir a menudo.

-          No, madre, no. No dejaré de hacerlo.

-          Y si necesitas algo, pídelo. Ya sabes que yo ...

-          Sí, sí, madre. Bueno, me voy. Se hace tarde.

-          ¡Adiós, hijo!

-          ¡Adiós, madre! ¡Hasta la vista!

-          ¡Recontra! –pensó Juan al desasirse del abrazo materno. ¡Ya está! Creí que lloraría, pero no. Al contrario. Estoy contento. Será porque siempre deseé ir a África y allá voy. O será, quizás, que soy un estoico –este pensamiento le- agradó. Sí, no hay duda. ¡Soy un estoico!

            Se echó la maleta al hombro y salió de casa. Caminó un rato con toda la gallardía que le es posible a un mozo de cuerda. Porque eso es lo que parecía en aquellos momentos, aunque no se le ocurrió semejante idea, preocupado como iba con el descubrimiento de su estoicismo. Dobló una esquina. En la acera, al lado del coche, había uno que se puso a gritar:

-          ¡Venga, chaval, que nos vamos. Date prisa!

-          ¡Ya voy! ... ¡Ya voy! ...-jadeó.

-          ¡Rápido, arriba! –ordenó el chófer, que había bajado de su puesto con cara de pocos amigos, disgustado por tener que subir la maleta de Juan a la baca del coche bajo la persistente llovizna de aquella mañana de Febrero.

-          ¿Estamos todos? –preguntó el chófer.

-          ¡Síiii! .... –le respondió un alarido.

-          ¡Pues, hala! –cerró la portezuela con violencia. ¡Nos vamos!

            En la carretera, alineados a la derecha, había más coches, grandes ómnibus de viajeros, repletos de jóvenes que, como Juan, viajaban hacia la correspondiente Caja de Recluta para recoger sus pasaportes o formar expedición para otros puntos. Se pusieron en marcha, uno a uno, gritando con el claxon, como máquinas locas, como si quisieran también decir adiós a aquel pedazo de tierra que los reclutas abandonaban, ahora pensativos, imaginando que, quizás, no volverían a verlo, ganados, de pronto, por ese miedo a no regresar que causan todas las despedidas. Partieron, uno a uno. El último el que llevaba a nuestro hombre.

-          A ti... ¿A dónde te tocó? –preguntó a Juan aquel que le había gritado.

-          A África.

            En realidad podía haber dicho, sencillamente, “A Marruecos”. Pero decía África, a boca llena, con un orgullo irrazonado, como si fuera un héroe o un superhombre, o un voluntario para la muerte, imaginando sobre su cuerpo la sombra de las banderas derrotadas que presenciaron el desastre de Annual o de aquellas otras, victoriosas, que antes, en Castillejos, fueron testigos del valor de Prim y sus soldados.

-          ¡Caray! –exclamó el otro. ¡Mala pata! ¿No?

-          No creo.

-          Pero... ¿A ti te gusta ir a África?

-          Sí. A mí sí.

-          Hombre; bueno. No quiero decir que te vayan a comer los moros.

-          No. No hay peligro. Eso era antes.

-          Pero podrás venir pocas veces con permiso.

-          Ya.

-          Y sí te pasa algo, allá te quedas.

-          Ya, ya. Lo sé.

-          Y la novia. No podrás ver a la novia en mucho tiempo.

-          Yo no tengo novia –replicó Juan secamente.

-          ¡Caramba! Pues yo creí que esa chica... ¿Cómo se llama?

-          ¡Deja en paz a esa chica!

-          Pero a ti te gustaba, ¿no? Te he visto acompañándola varias veces. Bastantes veces.

-          Eso, eso. No. Ella dijo no. ¡Ya calla ya!

-          Bueno, bueno. Perdona, chico. No quise molestar. Yo solamente ...

-          No, si no me has ofendido. Es que, ya sabes, en estos casos vale más callar.

-          Si; tienes razón. Vale más callar.

            Silenciosos, los dos interlocutores, miraron alrededor, a los otros. Juan enrojeció, un tanto, avergonzado de haber divulgado su secreto. Todos habían estado escuchando y alguno sonreía maliciosamente. Durante algún tiempo sólo se oyó el ruido del motor. Lloviznaba.

-          A ver, ¿quién quiere beber? –rompe el silencio un energúmeno vociferante, alto y de rostro colorado, blandiendo peligrosamente una botella, llena de negro tintorro, a la que agarra fuertemente por el delgado cuello, que desaparece casi totalmente bajo su mano fuerte, grande y callosa, de campesino.

-          ¡Yo! ... ¡Y yo! ... ¡Y yo! ... –gritan.

 Se acaba la botella. Más gritos. Pataleo contra el suelo del coche.

-          ¡Más vino! ¡Más vino! –vociferan.

-          ¡Quietos, me cago en diez! –grita el chofer a su vez, soltando casi las manos del volante. Me haréis polvo el coche. ¡Malditos reclutas! ...

            Hay más botellas. Beben todos, menos Juan, limpiándose los labios con el dorso de la mano, el gesto lento de segadores que enjugasen el sudor de sus frentes bajo el sol implacable de Agosto.

-          Tú. ¿No serás abstemio, eh? –increpa uno a Juan.

-          Sí. Soy abstemio. ¿Qué pasas?

-          No, nada. No pasa nada. Por algo no te quiso la novia. ¡Cualquiera se fía de tipos así!

-          ¡Mierda! –explota Juan. Te voy a romper la cara. ¡Marica! ...

-          Oye, tú... –dice el otro, intentando levantarse y agredir a Juan.

-          ¡Paz, señores, paz! –tercia un diplomático. Cantemos algo.

-          Sí, sí. ¡Cantemos!.

Y prorrumpe, con voces estentóreas, en la sempiterna nostálgica canción:

    No me marcho por las chicas


Que las chicas guapas son.

   Me marcho porque me llama

                                                 El Ejército español.

            Silencio. Han enmudecido de pronto. Todos recuerdan algo. Están en marcha. Abandonaron el pueblo, la aldea, el lugar, y se dirigen a un mundo desconocido y, de momento, hostil.

-          ¡Guapas son! En efecto, ella es guapa –cavila Juan, que cree ya no podrá haber otra mujer en su vida. Recuerda el día de su declaración, que fue también el de su decepción. Llovía dulcemente, cansinamente, sin parar, como si aquella lluvia hubiera de ser eterna. El había encontrado a la muchacha, sin buscarla, refugiada en un portal. La calle, bajo los reflejos de la luz eléctrica, parecía de charol. Era la noche.

-          ¡Ah, hola! ¿Estás ahí?

-          ¡Pues! ... –la chica vacila. Ya tú ves. Llueve y hay que protegerse del agua.

            Unos minutos de silencio. Largos, embarazosos, sin fin, sin sentido, sin motivo.

-          Si no te parece mal me voy –dice la muchacha.

-          No, no. Bueno, quiero decir... ¿Llevas prisa?

-          No mucha. Voy a hacer una compra.

-          Si quieres te acompaño.

-          Bueno.

-          Es que tengo que decirte algo.

-          Bueno.

-          De camino te lo digo.

-          Está bien. Vamos.

            Más silencio. Caminan aprisa.

-          Tú dirás –se decide la muchacha.

-          Verás... –Juan vacila y, de repente, estalla: Es que, antes de irme, quisiera decirte que te quiero.

            La muchacha se detiene. Se lleva una mano al pecho, sobre el corazón, y permanece absolutamente inmóvil bajo la lluvia lenta, pertinaz, incansable.

-          Te estás mojando –dice él, olvidado de sí mismo.

-          ¡Oh! Es que ... Me ha sorprendido tanto eso ... Yo no podía imaginar ...

-          ¿Y qué dices? No hay esperanza, ¿eh? Y te he ofendido.

-          No, no. No es eso. No sé que decirte, la verdad. Ya te contestaré. Mañana... Sí. Mañana me esperas a esta hora. Me esperas por aquí. Ahora es mejor que me dejes. Me iré sola.

-          Como quieras –responde Juan. Pero ya veo que no hay esperanza alguna. Lo presiente. Es triste. ¡Ojalá no te hubiera dicho nada! Ahora ya no me querrás a tu lado. Nunca más me querrás a tu lado. Y como me iré pronto ...

-          Anda, vete. Mañana será otro día.

-          Sí, es verdad. Mañana será otro día. Te esperaré mañana. Y siempre. Mañana y siempre te esperará mi corazón.

-          Anda, no seas poeta, vete.

-          Bueno. Hasta mañana.

-          Adiós.

-          ¡Adiós, amor! Aquel mañana no existió. Y pasaron los días, rápidos, inexorables, asesinando su esperanza. Y él, ahora, viajaba hacia Marruecos. A Melilla, creía. ¡Adiós, amor!

-          ¡Ahí está la ciudad! –exclama uno de los reclutas viajeros.

-          Es verdad. Estamos llegando –repiten a coro. Y alargan el cuello, curiosos.

            Unos minutos más y...

-          ¡Abajo, muchachos! Hemos llegado. ¡Buena suerte!

El chófer, ahora, parece un terrón de azúcar porque una fuente sentimental se ha puesto a manar en su corazón. Le parece que está diciendo adiós a su propia juventud que ya se fue. El también fue recluta y una vez...

-          ¡Adiós, adiós!

            Los reclutas, otra vez la vida al hombro, le hacen volver a la realidad con su griterío.

-          ¡Adiós, adiós!

            Una larga fila de improvisados maleteros camina por la ciudad hacia la Caja de Recluta, que no está lejos. Juan se rezaga.

-          No tengo prisa –piensa. Yo soy el único de esta Caja que voy a Farmacia Militar, de África. No tengo prisa.

            Entra en un bar. Se acerca a la barra, a su lado la maleta.

-          Café –pide.

-          ¿Sólo?

-          Con leche.

            Le sirven el café. Lo saborea lentamente. El barman le mira y no puede contenerse. Juan es su único cliente a esta hora, demasiado temprana.

-          ¿Recluta?

-          Sí.

-          ¿Lejos?

-          Regular. África.

-          ¡Bah! Ahora creo que allí se está bien.

-          Sí, creo que sí.

-          Claro que eso de la Guerra Mundial. Italia está cerca. Y los ingleses en Gibraltar.

-          Yo voy a Melilla y allí no tienen nada que hacer los ingleses.

-          Pero a lo mejor les da por meterse con uno. Malos tiempos estos –el barman tiene ganas de conversación-.

-          Bueno. A mí me da lo mismo. También en la paz hay guerra. Y todo depende de donde le coja a uno o del coraje que ponga en la pelea. Yo creo que sólo mueren los cobardes.

-          Sí, sí, claro. Pero la novia, ¿qué dice? Cuando uno va lejos, ya se sabe “lejos de la vista lejos del corazón”. Y hoy las chicas no suelen ser modelos de fidelidad. Se cansan de esperar. Quieren divertirse. Ya conoce usted la canción esa que dice: “El que tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide ...”

-          Cobre. Yo no tengo amor –dice Juan, malhumorado, casi rabiosamente.

            Recibe el cambio. Termina el café de golpe y sale a toda marcha, sin sentir apenas el peso de la maleta. El barman queda mirándole, pensativo.

-          ¡Condenado latoso! –va pensando Juan. Cuidado que son pesados estos tíos. Y a todo el mundo le da por hablarle a uno de la novia. ¡La novia! Como si fuera obligatorio tener novia. ¡Arrea, que me paso!

            Retrocede unos metros y entra en la Caja de Reclute. Se cruza con un sargento y aprovecha la ocasión para preguntar:

-          ¿El capitán Rubio?

-          ¿Le espera?

-          Sí, señor.

-          Bien. Ahora mismo lo aviso.

-          Aparece el capitán. Buen muchacho, alto. Cordial. Se dirige a Juan y le tiende la mano.

-          ¡Hola, hombre! Pasa a mi despacho. Voy a darte el pasaporte. El caso es que tienes que viajar solo hasta Madrid. Allí formaréis expedición para Marruecos. Sois muy pocos los destinados a Farmacia Militar, de África. Al llegar a Madrid vas a la Agrupación del Cuerpo. Ya te dirán lo que tienes que hacer.

            Juan recibe el pasaporte. Da las gracias al capitán, le estrecha la mano y sale a la calle, aferrando la maleta con su mano derecha. Camina un rato. Se detiene. Deja la maleta en el suelo y permanece inmóvil, pensativo. Está preocupado. Medita, cabizbajo. Los transeúntes le miran al pasar a su lado.

-          De modo que he de ir solo hasta Madrid. Esto está bien. ¡Nada de rebaños! Al llegar allí, aunque no conozco a nadie, tomaré un taxi. Eso es. No hay nadie como los taxistas. Son gente lista, que se las sabe todas. ¡No hay problema!

            Coge la maleta y camina apresuradamente un centenar de metros. Se detiene.

-          ¡Uf, como pesa esto!

            Pasa la maleta a la mano izquierda. Camina unos minutos. Es peor. Mucho peso para un maletero novato. Se pone la maleta al hombro y reanuda la marcha. Paso lento. Poco a poco se va encorvando bajo la carga, pero camina, a pesar de todo, con las mandíbulas apretadas. Suda por  todo el cuerpo. Sin embargo camina, soporta el dolor y llega, por fin, a la estación, con el tiempo justo para acercarse a “taquilla”, coger el pase gratuito y tomar el tren.

            En el vagón de tercera al que ha subido no hay ni un asiento libre. Nada. Deja la maleta en el pasillo y se sienta, tristemente, sobre ella. Apoya los codos en las rodillas y oculta la cara entre las manos.

-          No. No voy a llorar. Es que no quiero ver el rostro imbécil de la gente. Todos, hombres y mujeres, tienen cara de luna llena y fofa. Parece que a todo el mundo le ha dado por viajar hoy. Da asco, tanta gente amontonada. Huele a humanidad, es decir, mal. Y yo estoy sólo, sin un amigo, sin un conocido. ¿Y ella? ¿Qué estará haciendo ella ahora? ¿Se acordará de mí? A lo mejor sí. Pero no. No es posible. Soy un iluso. Si sintiera algo por mí habría venido aquel día. Sin embargo... ¿quién sabe? ¡Es tan niña aún! Quizás sintió vergüenza. Quizás... Bueno. Cuando vuelva le hablaré de nuevo a ver si hay más suerte. Si, cuando vuelva ...

            Pita el tren y se pone en marcha, resoplando.

-          ¡Nos vamos! Ya nos vamos. Estamos en marcha. Ya nada tiene remedio. ¡Adiós amor que no conocí! ¡Adiós, amor!

            El tren cobra velocidad y la ciudad desaparece a los lejos. Juan se pone en pie. Mira al cielo de plomo a través de un velo cristalino. Hay algo húmedo y frío en sus ojos y una mano se cierra, potente, apretando, sobre su corazón. El cielo sucio llora lluvia sobre los campos solitarios. Llora el cielo, como aquella noche en que se declaró. Y él, pobre recluta sin amor, mirando sin ver hacia el paisaje que huye, enfría su frente calenturienta en el cristal de la ventanilla del vagón, mientras compone unas rimas que su amada jamás conocerá.

            Se sienta en la maleta, nuevamente, los ojos cerrados, y va repitiendo sus rimas hasta fijarlas bien en la memoria.

-          ¡Perdón! –alguien le ha pisado.

            Abre los ojos, se levanta de nuevo, y mira a lo lejos, más allá de los campos, queriendo rebasar con su mirada el horizonte. ¡Que nostalgia tan grande va invadiendo su pecho! En su cerebro dos palabras. En su cerebro y en su corazón: ¡Adiós, amor!

-          Me esperan largas horas de tren –reflexiona.

            De pronto, encoge los hombros, mueve la cabeza de un lado a otro, como queriendo desechar incómodos pensamientos y se dice:

-          Hay que ser fuerte. Hay que aprender a sufrir.

            Y se pone a mirar fijamente a un hombre gordo que come a grandes bocados tortilla y pan. Otros viajeros hablan, todos a un tiempo.

-          Comer. Dormir. Hablar –piensa Juan. En esto pasamos la mayor parte de la vida. En esto consiste la vida. Comer. Dormir. Hablar... Tortilla y pan. Y sueño ...

            Hasta Madrid irá viendo cosas así y el mismo las hará: Comer, hablar, dormir. Dormir tendido a lo largo del pasillo del vagón. Al día siguiente descenderá del tren y se encontrará sobre el andén de la Estación del Norte madrileña. Se encontrará, solo una vez más, repitiendo desesperadamente las palabras de despedida que nadie, sino él, puede oír:

-          ¡Adiós, amor! ¡Adiós, amor que no conocí!

            Sintiendo sollozar a su corazón, en el momento en que Juan se dirige, con la vida al hombro, con la cruz de su amor no correspondido a cuestas, hacia la salida de la estación habrán pasado veinticuatro horas de la vida de un recluta. Veinticuatro horas tristes, desesperanzadas, que pesarán siempre, como plomo, sobre el corazón que las vivió, solitario, evocando el recuerdo doloroso de un amor que no pudo ser.