Villalba, esa desconocida


Sabéis que existe, pero –en esencia- ignoráis cómo y por qué es. “Aquí termina, o comienza, la Tierra Llana”, respondí a una pregunta de Manuel María, mi amigo poeta; aunque él bien pueda decir lo mismo respecto a Otero de Rey; su terruño. Esta, en la actualidad, es Villalba, Alba Villa, Villa blanca; tierra de próceres; tierra señorial. Por aquí –dicen- pasó, quiero decir que vivió, un tal Rodrigo Sánchez; quien tuvo un sueño de piedra y, al despertar, ordenó la construcción de ese castillo cuya Torre del Homenaje perdura todavía.

Posiblemente no fuera un soñador Rodrigo Sánchez. En realidad no se precisa, con certeza, su existencia; pero a mí me gusta imaginarlo así, soñando sueños pétreos que habría de transformar en castillos, porque siempre ha sucedido que sueños buenos dieron lugar a cosas buenas. Y el castillo, nuestro castillo feudal, es algo fundamental para Villalba. Es cimiento, punto de arranque, origen, cuna, principio. Todos los principios proceden de una idea; de algo intelectual, cerebral. Pero pensar, en definitiva, es soñar. El hombre no puede estar nunca seguro de si el pensamiento es suyo o es de Dios; un sueño de Dios aleteando en el cerebro. El cerebro: puerto franco a donde arriba toda paloma mensajera procedente de quién sabe qué lugar desconocido y de donde parte sin tardanza hacia destinos ignotos.

Quiero creer que pudo así nacer Villalba –esa desconocida- fruto de un sueño bueno; de un sueño de guerrero poeta. Quiero creer que así pudo crecer, a la sombra de su castillo feudal –viejo abuelo de piedra- hasta llegar a muchacha. Y hoy la miras largo y despacio y la encuentras tan bonita como aquel primer amor maravilloso al que, por no poder olvidarlo, retuviste para siempre junto a ti.

La admiráis cual a una bella mujer;  pero no se os ocurre indagar que potentes, vigorosas, ancestrales raíces alimentan, conservan y aumentan tal belleza. Esta Villalba joven se asienta sobre tierra antigua; aquella que fue llamada Tierra de Montenegro. Esta es la tierra vieja en donde vivieron Fernán Pérez de Andrade –o Boó- y Nuño Freire; ese déspota, uno a quien sus vasallos “no lo podían comportar”. Y el otro Freire –don Diego- y más tarde don Fernando Ruiz de Castro, aquel que casó con doña Teresa de Andrade. Y ese don Diego que os cito dicen que fue un varón poderosísimo tan rico como no se puede uno imaginar, el cual vino a reedificar nuestro castillo después que fue demolido durante el alzamiento de las Hermandades Gallegas. Y ese otro don Fernando fue el que incorporó a la casa de Lemos todo cuanto los Andrade poseían. Esta  es una tierra vieja, no cansada, que entró en la Historia a paso de gigante en el tiempo aquel que llamamos medioevo. Esta es tierra de hombres y mujeres fuertes. Hombres que sabían amar y morir y matar. Gente noble. Gente que amaba a su tierra con amor de marido a mujer. Estas son nuestras raíces; estos los villalbeses de otras épocas. A ellos debemos cuanto somos; hasta nuestra capacidad de amar. Con razón podemos estar orgullosos de haber nacido bajo este cielo claro  a la sombra de ese castillo, nuestro alto y silencioso antepasado de piedra.

Piedras, tierra y hombres. Todo nos honra aunque muchos lo ignoren. Aunque para muchos Villalba sea solamente como esa muchacha linda que pasa por la calle y nos gusta tanto y acerca de la cual, sin embargo no podemos decir otra cosa que es bonita como un sol.

En este Día, festividad de nuestro Patrono San Ramón, (la patrona es Santa María, al parecer en trance de olvido) es natural que yo –villalbés- dedique este trabajo a los míos. Así lo hago constar. Sea esta mi confesión de amor. Permitidme, aunque luego digáis que eso es mucho estilo siglo XVIII, que exprese con palabras esa inquietud amorosa que bulle en mi corazón: ¡Oh, Villalba! Por tus hombres y mujeres de ayer, de hoy y de mañana. Por la Historia que has escrito, por la que haces, por la que vendrá: ¡Te quiero!