Ese otro yo sabio


    Sobre la mesa, en aquel estante; en el otro, hay grupos, montones, rimeros, pilas de libros. Muchos de ellos tratan de Filosofía, esa ciencia de las múltiples facetas. Podría basarme en una de ellas, la Psicología, para –llevando de la mano a mis lectores, supuesto que los tenga- adentrarme temerosamente por las tenebrosos  y escondidos senderos que conducen a la ignorada guarida del ser cruel, petulante, altanero, burlón, que habita no sé en cual recóndita covacha de mi subconsciente: ese otro yo sabio. Podría, digo, hacer disquisiciones filosóficas referentes a la cuestión que me preocupa. No lo haré. A la gente no le gusta oír ni leer cosas que no comprende. Para el noventa por ciento de los mortales la Filosofía, en cualquiera de sus variantes, divisiones, formas, derivaciones, subdivisiones, caras o fases, es algo abstracto; y abstruso. El hombre corriente no es partidario de elucubraciones  metafísicas y aún puede decirse que no le agrada ninguna clase de lucubración que, a la postre, sólo sirve para hacer más complicada esta vida que ya no lo es poco de por sí. El individuo adocenado, es decir, el hombre verdaderamente normal, prefiere lo real, lo cierto, lo positivo: poder ver el cielo sobre su cabeza y sentir la tierra bajo los pies rozando la suela de los zapatos, al tiempo que, la mano embutida en el bolsillo derecho del pantalón, aprieta el billete de cinco duros, feliz promesa de una cercanísima cosecha de tabaco regular, café con leche, copa y vuelta al ruedo.

      Este preámbulo, vestíbulo de mi trabajo, es un poco largo; de acuerdo. Me decidió a que así fuera el hecho de que, mis amigos, me reprochan con harta frecuencia mi poca asiduidad en escribir definiéndome –entrañable sinceridad- como “un vago de la pluma” Haré, pues, en su honor, una excepción y escribiré cuatro cuartillas en vez de las tres que corrientemente –inveterada costumbre- suelo garrapatear.

      Cité a mi otro yo sabio; ese maldito francotirador cerebral. Es esta una cuestión, más que interesante trascendente, importante para todo quisqui. Y es así porque ninguno de nosotros, los humanos, -salvo raras excepciones mas adelante citadas-, se ve libre de la tortura humillante que supone al conocer la existencia de ese otro yo que duerme durante nuestra vigilia y vive su vida en las horas de nuestro sueño sin que, en manera alguna, sea posible capturarlo a pesar de las múltiples asechanzas, lazos, cepos y estratagemas con que procuramos hacerle caer en las garras inmateriales de nuestro cerebro, ávidas de atrapar a esa intangible presa escurridiza: ese otro nuestro yo sabio.

      Desde luego, hay que reconocer la existencia de gentes que nos sueñan. A esa rara especie humana pertenecen, por reglas general, los sibaritas, los matemáticos o numerófilos -¿puede decirse así?- y aquellos que se dedican a la compra-venta de cerdos. Esos, verdad indiscutible, no pueden tener otro yo sabio a causa de que, -es lamentable- no tienen otro yo de ninguna clase. Todo se les vuelve pensar en comidas pantagruélicas, en índices, exponentes, raíces de raíces y cerdos bien cebados que pesen más allá de los cien kilos. Pero los otros, todos los otros, -entre los cuales me cuento yo- sí que lo tenemos.

      A mí, la verdad, me preocupa en sumo grado la existencia de ese sabihondo otro yo; máxime porque no sé como atraparlo. Me acuesto. Quedo dormido. Es probable que comience a roncar y, de pronto, ahí tenéis ya al otro yo que se despierta, se despereza, bosteza insultantemente, se pone en pié de un salto y comienza su actuación. Creo que duerme vestido. Discursos fantásticos. Lectura de prodigiosos artículos originales publicados en famosas revistas desconocidas. Composición de extrañas sinfonías inauditas. Pinta cuadros que para sí quisieran Rubens o el mismo Miguel Ángel. Inventa sensacionales novelas y cuentos que harían época de poder ser publicados. Música, pintura, literatura, escultura, prosa, verso, oratoria. De todo entiende en grado increíble ese desconcertante sinvergüenza que es mi otro yo sabio. Al despertar mi cerebro, él huye, quedando solo un recuerdo confuso de las grandes obras concebidas por ese inconcebible sabio huidizo que mora dentro de mi ser. Es desesperante. De poder apresarlo en las redes de mi cerebro diurno yo, sin duda, llegaría a ser un grande hombre. Y tú también, lector amigo, si consiguieras dar caza al tuyo. Creo que no será necesario explicar ahora el por qué de los insultos que he dirigido a mi otro yo sabio.