El Pepe de las tres bellas manías


       Los que vivimos –preocupados por nuestro afán de subir en la escala social o, simplemente, de sostenernos en el puesto alcanzado- solemos olvidar con lamentable frecuencia a quienes allanaron nuestros caminos, preformaron nuestras mentes y ejemplarizaron nuestras vidas haciendo posible con su esfuerzo tenaz, con su labor orientadora, con su ejemplo constante y en definitiva, con su gravitación vital sobre nosotros, esta realidad más o menos brillante, más o menos inteligente que ahora “somos”. Y con más facilidad todavía olvidamos a los muertos, como si la vida que actualmente “vivimos” fuera posible sin ese ingente trabajo sin esa cuidadosa orientación, sin ese perseverante ejemplo de nuestros antepasados. Como si todo efecto próximo no procediese de una causa remota. Como si fuera posible que los muertos no mandasen. Porque lo cierto es que “los muertos mandan”, y ahí va dicho con título de Blasco Ibáñez y pese a las piruetas en tal sentido, de mi admirado y querido Papini. El caso es que habitualmente nos paramos, si nos paramos, a criticar a nuestros antepasados en cuanto “no hicieron”, pero raramente atendemos a lo que nosotros mismos “dejamos de hacer”. Y aquí está el fallo, pues también nosotros desapareceremos y la vida alumbrará una nueva serie de críticos injustos que, a su vez, se creerán el “non plus ultra”. La eterna historia.

            Mis lectores, como les ocurre a menudo al leer la introducción o preámbulo de mis trabajos, estarán desorientados acerca del fin que persigo, mejor totalmente “despistados”, que es una palabra más moderna, más usual, más –diré un poco irónicamente- “técnica” entre el vulgo. Y estamos de acuerdo en que es preciso pertenecer a nuestro tiempo, es decir, necesitamos sumergirnos en la “nouvelle vague”. Renovarse o morir dicen por ahí.

            Bueno. Se trata de que, también como casi siempre reincido en mi costumbre de justificar esta tendencia mía a tratar de hombres desaparecidos y en la mayor parte de los casos ignorados, ya que nunca faltan “criticones” y cuando uno escribe se actualiza aquello de que “nunca llueve a gusto de todos” si bien es cierto que, aunque no lo parezca, un servidor de ustedes  escribe sobre y lo que se le ocurre sin preocuparse de nada más. Y perdonen esto arranque, no ciertamente inmotivado, de sinceridad.  Y ahora que me he explicado, vamos al asunto principal.

 
Don José Somoza Eiriz fue un maestro ejemplar de Villalba y he pensado que, pues se celebra el próximo día dieciséis, por tercera vez, al día dos Pepes en la villa del Amanecer, es oportuno dedicar un recuerdo público a este Pepe que tenía las tres hermosas manías: Numancia, las estrellas y el Quijote. Tres preciosas manías que yo quisiera tuviesen todos los Pepes del mundo y aún todos los hombres por lo que significan de fervoroso patriotismo de acendrada religiosidad de sublime idealismo.

            Como saben muchos de mis amigos villalbeses no nací a tiempo para poder conocer y tratar a don José Somoza, fallecido en 1927, pero sí he tenido la suerte de vivir lo suficiente para oír hablar de él,  siempre con amor y respeto y para leer el artículo que a su memoria dedicó Ramón Suárez Picallo, periodista gallego residente por aquellas fechas en Buenos Aires y que ocupaba a la sazón los cargos de secretario de redacción en el “Correo de Galicia” y en la revista “Celtiga”, que veían la luz en la capital argentina. El artículo citado se publico en el número 208 de Heraldo de Villalba, correspondiente a noviembre del mencionado año 1927. Por él pude enterarme de las tres hermosas manías de don José Somoza, pues Suárez Picallo que había sido discípulo de tan buen maestro, escribió, entre otras cosas esto:

            “Cuando en horas de angustiosa añoranza, hemos abierto el libro de nuestra vida y aparecieron, purísimas, las páginas de la infancia nos hemos tropezado con la figura de él y de sus tres bellas manías. Porque don José tenía tres manías: la batalla de Numancia, las estrellas y el Don Quijote. Con entusiasmo juvenil paseándose a grandes zancadas por el aula, con el dedo pulgar en el chaleco su espíritu vivía todo el heroísmo de los abuelos. Al través de su verbo armonioso, las congojas del sublime loco manchego, llegaban a conmovernos. Y la portentosa maravilla de los astros, en su grandeza inconmensurable, tenía en él su más rendido enamorado”.

            Queda trazada la semblanza breve de don José Somoza Eiriz. Nada podré añadir que pueda mejorarla después de haber leído esos párrafos de Picallo. Solamente me resta destacar, para mí y para cuantos aprecio, que Dios nos conceda la posesión de las tres hermosas manías de ese Pepe ejemplar. Porque entonces tendremos siempre presentes los máximos valores de la vida y el último fin del hombre. Tendremos siempre preparadas las oportunas respuestas a las tres preguntas que hace el beduino en el desierto a los viajeros sorprendidos y que yo leí en Tihamer Thot: ¿De dónde venís? ¿A dónde vais?¿Quiénes sois?

            Venimos de Dios y a El vamos porque sabemos leer su grandeza en las estrellas. Somos españoles y estamos orgullosos de serlo porque conocemos la Historia de la Patria. Y por el camino damos ejemplo de bondad, de caridad, de justicia, de valor, porque hemos leído “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha”.

            Ahí está resumida queridos Pepes villalbeses, la bella lección que nos enseñan las tres hermosas manías de aquel otro Pepe admirable que sabía decir a sus alumnos frases como esta: “Que los caminos del mundo por donde vayas sean florecidos como una mañana de San Juan, hijo mío”. Y yo como ofrenda a su memoria ante un nuevo día dos Pepes, le diré a él: Gracias maestro sabio por el valor de tu ejemplo y la hermosura de tus palabras. Que todos los rosales de todos los jardines de todos los mundos florezcan para ti todas las dulces, rientes, claras mañanas venideras de San Juan.