Nostalgia de "Rio voy"


Todos los bachilleres han aprendido un día a conjugar el verbo latino “Eo, is, ire...”, que en lengua española significa “ir”. No ignoran, en consecuencia, que la primera persona de singular del presente de indicativo de dicho verbo se traduce por “voy”, al castellano, y al gallego, naturalmente, por “vou”. Será entonces fácilmente comprensible, para muchos, el que yo decida por mi cuenta y riesgo afirmar que decir “río Eo”, equivale a decir “río Voy”, si en español nos expresamos, o “río Vou”,  si  el idioma empleado es el vernáculo. Aquí conviene precisar que el vulgo, por muy respetable y vulgo que sea, dicho  sin ánimo  de ofender, tiene la obligación de enterarse de que el gallego es tan idioma como el que más. Idioma, si señor, y no dialecto.

“¡Vaya un tipo con “toupet” y qué derivaciones ingenia el angelito!”- dirá, mordaz, el crítico de turno. ¡Ya lo sé, hombre, ya lo sé! Es una etimología quizá sin pies ni cabeza, como sacada de la manga, una etimología -¡vaya por Dios!- de pacotilla, que hará sonreír divertido, en su florido y tranquilo rincón de Barcia,- “Dichoso el humilde estado- del sabio...”- a mi querido amigo Aníbal Otero, gran filólogo, uno de los hombres que honran a Galicia. Otro tanto harán Antonio Díez, ex –alcalde, y Ernesto Gómez, el doctor, allá en el Chao de Pousadoiro, volviéndose a mirar hacia el río que provocó esta mi fantasía -¿o no será fantasía?- etimológica. Pero los tres perdonarán, estoy seguro, la audacia del vagabundo que un día convivió con ellos, puesto que saben es así de arriesgado por gallego, por soñador y acaso también por poeta.

Más no queda ahí la gravedad del asunto ya que, para mí, Río Voy no es del todo el río Eo ni siquiera todo el territorio que comprende el Ayuntamiento de Ribera de Piquín, no. Para mí – cosas mías, señores, cosas íntimas-, Río Voy es un "cachiño de terra da Ribeira”  enmarcado –imitemos a Matías Prats- por el triángulo teórico que tiene por vértices el alto de Navallos, la cima de Outariz y la iglesia de San Jorge, para llegar a la cual hay que trepar el áspero “penedo” sobre el que está edificada. Uno de los lados de ese triángulo imaginario pasa por Barcia, donde vive Aníbal, y el otro por el Chao de Pousadoiro, residencia de Antonio y Ernesto.Ambos lados se unen en la iglesia, Eo abajo, y el tercero cruza el río, idealmente, desde la nueva escuela de Navallos al punto cumbre de Outariz. Ese es el Río Voy de mi nostalgia por el que desciende, corre, se apresura –cual queriendo hacer honor a mi “ingeniosidad” –el río Eo, río Voy o río Vou, veloz, limpísimo, joven, alegre, saltarín, entonando canciones de romero y de molino, en busca ansiosa de la mar y de la calma, lo que para un río,  como para un hombre, consiste en correr al encuentro de la muerte. Sin duda que fue un río como el Eo, un río joven e inexperto, loco y aventurero, el que inspiró al poeta la estrofa melancólica: “Nuestras vidas son los ríos- que van a dar a la mar – que es el morir...” Porque hay ríos ancianos, lentos, sabios, tal el Miño, que se remansan, demorándose, en el intento ciertamente vano de retardar la trágica hora de la muerte que les espera en la desembocadura, allá donde la mar, la insaciable bebedora de aguas dulces, la voraz devoradora de cristalinas corrientes, la inmensa mar, aguarda...


Ahora es primavera, también, en Río Voy y hace ya cuatro abriles que no visito aquello. El Eo será todo, bajo el sol, destellos de plata y de cristal y un hombre que no soy yo escuchará la eterna voz del agua que se hace grito, o susurro, o sollozo, o canción, al chocar con los peñascos anclados en el río. Ahora es primavera, otra vez, en Río Voy,  y un hombre que no soy yo admirará, pensativo, las ágiles acrobacias de las truchas – vientre blanco, dorso moreno- que saltan fuera del agua a la caza de insectos y vuelven a caer sobre la superficie líquida con un chasquido seco de rama rota. Y vuelta a brincar y vuelta a recaer. Fulgir y refulgir. Centelleos de plata y cobre. Truchas viejas, truchas niñas, truchas de todos los tamaños – gustaría de escribir el maestro Azorín-. Y ese hombre meditabundo, ese hombre que yo fui un día, viendo bajar la rápida corriente y una flotilla de truchas que sube, río arriba, luchando contra ella tenazmente. Y el Eo, loco de amor, besando la sombra de los árboles que se inclinan sobre él en el afán de estrecharse las manos de ribera a ribera. Y el puente –Narciso pétreo- admirándose en el movedizo espejo acuoso. Y la grácil libélula policromada pasando y repasando, volando y revolando, bajo el ojo del puente, en persecución de no sé que etérea presa inalcanzable. Y el hombre que yo quisiera ser, el hombre nostálgico, hierático, meditativo, contemplándolo todo atentamente: la prisa de los seres que van y vienen, el galope del río, la fuga de las horas, la quietud obsesiva de lo inmóvil. Y arriba, alto, lejano, suspendido bajo la azul bóveda inmensa por no sé que hilo misterioso, coronando de Luz al Muradal lontano –“O sol y o mar á montaña- moito lle deben querer”, cantó Noriega-, gran foco luminoso, deslumbrante y ardiente, “El ciego sol...” –que dijo Manuel Machado, el implacable sol.

Al llegar a este punto algún lector sospechará, puesto que la tendencia habitual es escapar del campo a la ciudad si no es posible hacerlo de España al extranjero “onde atan os cas con longainas”, que aquí se trata de escribir algo así como un “Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea”. Otros dirán que “xa está ben de literatura”. Y solamente unos cuantos, por más avisados o más sentimentales – cualquier adolescente, admiradora de Bécquer, diría “románticos”, entre comillas y arrastrando la palabra-, unos cuantos, repito, caerán en la cuenta de que es cierto que “El corazón tiene sus razones...” y los sentimientos son algo tan real e importante como los objetos, o como Bahamontes, o como Alexei Leonov. Así se explica que uno escriba lo que escrito deja recordando un paisaje que lleva grabado en los ojos el calor de la amistad de viejos e inolvidables amigos, el gorjeo matutino de los pájaros enamorados, el murmullo constante del agua fugitiva, la espaciada canción del cuclillo, “pois tamén cuca o cuco en Río Vou”, las agudas notas del grillo violinista o el nocturno concierto monocorde del viejo sapo flautista que oponía la dulzura de su única pero bien entonada nota a los desacordes estruendosos, atronadores, acromáticos, -¡viva la música moderna!- del inmenso ejército de ranas que se reunía en las riberas del río y lanzaba al aire quieto su croar desaforado, quizás para espantar ese miedo a la noche misteriosa, ese cerval miedo a lo oscuro que no sólo sienten los batracios.

No sé si me habré justificado; pero –escribió Gonzalo de Berceo:

                                                                                          
                                                                  Ca estos son los arbores do

                                                                  debemos folgar,
                                                                  En cuya sombra suelen las

                                                                  aves organar.