Luarca y el forastero


       El forastero mal que le pese, reconoce ser un individuo bastante apasionado, muy impulsivo, harto sensible, algo excéntrico y regularmente agresivo, sólo de palabra, cuando le llevan la contraria. El forastero, además,  confiesa ser gallego: pero no un gallego cualquiera, sino un gallego de Villalba de Lugo, también llamada –como Luarca-, Villa Blanca y otras veces Villa del Amanecer y, en otros tiempos, Santa María de Montenegro.

            Ser gallego y villalbés, implica el disfrute de un peculiar modo de ver las cosas, los hombres, los pueblos, los paisajes, las costumbres, y la posesión de cierta filosofía “sui generis”, barata o cara, que eso no se sabe por ser una filosofía de bolsillo, una filosofía particular, estrictamente personal y absolutamente intransferible. El forastero cree que se explica y manifiesta poner eso por delante para que todos sepamos a que atenernos y nadie le venga luego “con díxome díxome nin pataqueiradas”. El forastero piensa decir lo que piensa y lo que siente según le venga a los puntos de la pluma, y si eso redunda en elogio de Luarca y si a alguno le sienta mal, por celos o lo que sea, allá cada cual con su conciencia: el forastero no se siente responsable puesto que trata de basarse en todo momento en lo de “Procure siempre acertalla el honrado y principal”. Así pues, pies para que os quiero, salgamos al camino y que Santa Lucía bendita nos conserve la vista, San Cristóbal nos lleve de la mano, Santa Marta nos proteja y Dios sobre todos. Aquí, el forastero abre un paréntesis pequeñito para afirmar que no es adlátere, ni corifeo, ni partidario, de esos tipos que sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena. El forastero ignora si esto viene al caso o no, aunque le parece que sí; pero ya deja dicho que piensa decir lo que siente y usted perdone si molesta.

            Eso que dicen por ahí de que las comparaciones son odiosas es relativo y muy discutible, de modo que  “a otro perro con ese hueso”. Las comparaciones, ayudan por contraste, a establecer juicios de valor y por eso el forastero anticipa sin inmutarse, -corazón impávido- que va a establecer comparaciones.

            El forastero que, aunque no lo parezca ni se le note en la cara, estuvo en muchos pueblos de España –al Norte, al Sur, al Este y al Oeste- cada vez que llega a Luarca se afirma más en su criterio de que es está una de las más hermosas villas del país distinguida, precisamente, a causa de la original belleza que la Naturaleza quiso graciosamente concederle. Por ello se escribió –muy bien escrito- que “Luarca es así porque Dios nin los homes non hobieron mejor planta”.

            Sitges, por ejemplo, la mundialmente famosa, que recibe los nombres de Blanca Subur, Blanco Refugio y ¿cómo no?, de Villa Blanca, no hay duda de que es una villa bonita, linda, adornada, cuidada, pintoresca, muy “de película” con su Paseo de las Palmeras, su Museo del Cau Ferrat, su Hotel Terramar, allá al final del paseo marítimo citado, sus exposiciones nacionales de claveles, su fiesta de Corpus, renombrada aquende y allende los mares, sus turistas cosmopolitas y sus lanchitas, como de juguete, preciosas, coquetas, alineadas, pero a las que el forastero jamás vio navegar. Por el contrario, Luarca posee una bronca belleza, una agreste, ruda, natural, impresionante belleza, una belleza que el forastero califica de “belleza de padre y muy señor mío” y bien que siente no saber decirlo de otro modo.

            Esta Luarca del barrio de la Pescadería, pasmo de turistas: del paseo del Muelle, con sus escudos linajudos; de la capilla de San Roque, de la devoción a la Virgen de Guadalupe. Esta Luarca de las lanchas pesqueras que salen a pescar de verdad y, a veces, a naufragar, pues de todo hay que hacer en este mundo y en Luarca las gentes saben bien que “Vivir no es necesario, navegar si”. Esta Luarca de las casas colgantes, de las casas acróbatas, que se miran en el Río Negro, río rápido como el Eo, tan limpio siempre que el forastero se para  para admirarlo. Esta Villa de los Siete Puentes, de la Leyenda del Beso, del áspero Cantábrico, de las abruptas crestas circundantes, le parece al forastero de una rústica, de una imponente, de una formidable, de una sobrecogedora belleza natural que le asombra y le subyuga y, como es algo sentimental, le hace recordar, por imprevista asociación de ideas versos del Marqués de Santillana: “Moza tan fermosa non ví en la frontera” y de Gil Vicente: “Digas tú el marinero que en las naves vivías si la nave, o la vela o la estrella es tan bella”. Y, viendo pasar a las muchachas de Luarca después de haber admirado aquellas alturas de donde penden las casas trapecistas, al forastero sólo se le ocurre preguntar, otra vez con Gil Vicente: “¿Por dó pasaré la sierra, gentil serrana morena?”. Aquí el forastero, por si acaso, vira a sotavento para que el viento le empuje de popa, Y, confiando en que la suerte le depare la oportunidad de visitar nuevamente a Luarca, el forastero dice adiós a la Villa de los Siete Puentes con cierta morriña” muy propia de su carácter de gallego villalbés. Pero como “hay más días que longanizas”, el forastero, aún promete dedicar a esta villa, singular también por sabios como don Severo Ochoa, obispos como don Rafael Tomás Menéndez de Luarca, sacerdotes como don Raimundo Camino Pérez, poetas como Cienfuegos y novelistas como Casariego, a un tercer artículo que quiera Dios deparárnoslo bueno.