A los villalbeses, con
eso de los toros, nos sucede algo parecido a lo que nos ocurre en relación con
el mar. Trataré de explicarme, si ustedes lo permiten, pues ahora que hay tanta
“contestación” nunca se sabe...
Como marineros –hablo en
general- a los nativos de Villalba nos gusta más bien serlo en tierra o todo lo
más de agua dulce, aunque últimamente, con el desarrollo del turismo interior,
contamos con algunos elementos a los que se les da muy bien la mar, es decir,
la profesión de veraneantes en la
Costa de las Mil Playas, muy prácticos, hay que reconocerlo,
en lo del baño rápido y lento tueste al sol, en lo de “ferro a fondo” al
regresar a casa al volante de su automóvil, y en lo de “... y, para comer,
Lugo”. Honrosas y brillantes excepciones que, sin duda, con el paso del tiempo,
acabarán despertando en nosotros las ansias de ser navegantes solitarios y la
afición a las grandes y peligrosas travesías atlánticas, mediterráneas y
pacíficas, y digo pacíficas a sabiendas, a pesar de que, aparentemente, lo de
pacífico no reza muy bien con lo de peligroso; pero ya sabe el astuto lector
que me refiero al Océano de tal nombre y que ese Pacífico, cuando le da por
ahí, organiza unas tormentas que se las traen, unas tormentas de drama padre, digamos de órdago a lo grande.
Por lo que toca a los
toros, los villalbeses –me refiero a los villalbeses de Villalba de Lugo,
entendámonos-, no tenemos otros conocimientos taurinos, tauromáquicos o
cucherescos, que los adquiridos al correr delante de una vaca de las llamadas
por nosotros “bravas”, cuando cruzamos un prado, sin permiso del dueño y con
harto disgusto del mismo, aplastando la hierba, en dirección al río Magdalena.
Esto significa que entre nosotros no hubo nunca más que toreros de ocasión,
toreros de los de pies en polvorosa, toreros con más miedo que vergüenza,
toreros, en suma, de vaca enfadada.
Así, no es extraño que
mi afición a los toros sea tibia tirando a fría y que las primeras noticias
apasionadas que tuve de El Cordobés me fueran facilitadas en Bilbao, en 1961,
por don Agustín, un hombre que había parado su reloj taurino el día en que
murió Manolete, último gigante del ruedo que él reconocía, porque lo que es ese
Cordobés...
-Ese Cordobés no es torero ¡hombre! –me decía don Agustín, exaltándose-.
Es un audaz, un temerario, un suicida, un loco; pero de torear no sabe una
palabra. Como torero es una nulidad, no vale nada, es un payaso, un comediante,
un embaucador. Porque ha de saber usted que el toreo es una ciencia, un arte.
El toreo...
-No sé, don Agustín, no
sé –atajaba yo-. Yo no entiendo de toros. No vi más que una fiesta campera, en
1955, en la plaza de Baeza -¡qué derroche de luz y de pasodoble!-, con el Litri
y Peralta y no sé que novilleros que no hacían más que andar por el aire. Y el
mismo día vi, en un desencajonamiento, en la misma plaza, embestirse de frente
a dos toros, a dos torazos, a dos cornúpetos de campeonato, testuz contra
testuz, cuerno contra vientre, bravura contra bravura, causándose la muerte
mutuamente. Al día siguiente toreaban Carlos Arruza y Chicuelo II, pero yo me
corté la coleta, o sea, renuncié a la corrida, no quise asistir. Comprendo que
en la fiesta nacional, hay grandeza y belleza, arte y cierta ciencia, pero no
me va, soy un emotivo, compadezco al toro y tiemblo por el torero. De las
corridas sólo me gusta el paseillo, el vino en bota, los puros regalados y la
música. En cuanto a El Cordobés, no sé... Pero los periódicos...
-¡Los periódicos! ¡Pero
hombre! ¿No comprende que los periodistas actuales tampoco entienden de toros
ni de toreros?
-No sé, don Agustín, no
sé. Pero dicen que ese Cordobés es un terremoto, una tromba marina, un huracán
valiente, un...
-¡Nada, nada! También es
valiente un albañil en el andamio, un minero en la mina, un aviador volando,
una viuda luchando por mantener a sus hijos. Bien se ve que usted es profano en
la materia, gallego al fin y al cabo. ¿Qué saben de toros en Galicia? En esto
está usted pez, amigo. Está usted pez
-Pez, no, don Agustín, pez no. En todo caso trucha.
-¿Cómo trucha? ¡Trucha!
¿Acaso la trucha no es un pez?
Sí y no don Agustín,
verá. En mi tierra, quiero decir en Villalba y su comarca una trucha es una
trucha y un pez es un pez. Viene el pescador, “o troiteiro”, a vender un kilo
de truchas y la mujer que las compra dice: “Estes dous son peixes, non entran
no trato. Eu non quero mais que troitas”. Y el pescador, “o troiteiro”, que
sabe que la mujer entiende, retira los dos “peixes” y los cambia por dos
“troitas”, ¿Ve usted cómo la trucha es pez y, sin embargo, no es pez?
-Bueno, bueno –sonreía
don Agustín-. No hay quien pueda con ustedes, los gallegos. Siempre buscan
salida.
Es verdad, don Agustín.
Ya me lo decía un teniente que tuve en la “mili”, y añadía: “Desconfía y
acertarás y de los hijos de Rosalía mucho más”. Está bien el dicho, ¿eh? Aquel
teniente era un filósofo, casi merecía ser gallego.
Don Agustín callaba,
viéndome tomar la cosa a broma, y se quedaba pensativo, rememorando quizás las
tardes triunfales de los artistas del estoque que él había visto en su larga
vida de aragonés aficionado a los toros desde siempre.
En toda España, en aquel
tiempo, tendrían lugar conversaciones, comentarios, discusiones, altercados
semejantes, mientras El Cordobés, tenaz, seguía el camino que se había trazado
en pos de la gloria, desafiando a la muerte, dispuesto a triunfar o a morir,
rumiando acaso, mentalmente, cada tarde, la frase que dio título a uno de los
libros más patéticos que yo he leído en mi vida: “...O llevarás luto por mí”.
Pocos años después: El
hall del hotel se hallaba repleto de gente. Ya no cabía más. Ante la fachada
del edificio, contenida por unos cuantos policías armados, mirando ansiosa
hacia adentro a través de los amplios ventanales que daban a la Avenida de Rufo Rendueles,
en Gijón, una multitud apasionada, enfervorizada, expectante, delirante,
febril, esperaba la aparición de El Cordobés, el ídolo, millonario en duros y
en valor, quien había toreado aquella tarde regularmente, casi tirando a mal.
Hombres entusiasmados,
mujeres emocionadas, jovencitas exultantes, niños inquietos y curiosos,
muchachos fanatizados, viejos aficionados a los toros, seres de sexo indeciso,
todos querían ver a El Cordobés, al fenómeno, saludarle y despedirle a un
tiempo, tocarle, manosearle, besarle, abrazarle, ovacionarle, molestarle,
aburrirle y hasta desesperarle, lo mismo, lo mismito, que antes había ocurrido,
tantas veces, en otras ciudades de España. Lo mismo, ídem de lienzo, que tantas
veces habría de suceder en otras capitales del país.
El Cordobés, en su
departamento, el 806, octava planta, tres habitaciones dobles reservadas para
él, se preparaba, finalizada la corrida, lejos ya las cinco en sombra de la
tarde, para seguir recorriendo los caminos de España, para continuar lidiando
su “mes loco”, su mes más peligroso que el más resabiado de los toros a que
pudiera haber hecho frente en su vida, porque el riesgo mayor no estaba entre
los cuernos de un astado sino en sí mismo, en su descabellado desafío –Pizarro
de los ruedos- al tiempo y al espacio y a sus propias fuerzas, humanas a la
postre. El riesgo mayor estaba en su decisión sobrehumana de torear todos los
días, a veces dos corridas en la misma jornada. Un fallo de su voluntad, de sus
nervios o de su corazón, y El Cordobés podía morir, los ojos cargados de sueño,
bajo el sol triunfal de una tarde agosteña, muda, transido de horror, al ver
quebrada la vida de un valiente, no debido a la bravura del toro sino al
momentáneo desfallecimiento del hombre, a la repentina flaqueza del músculo, al
imprevisto derrumbamiento nervioso, al inesperado descuido de esa décima de
segundo que arroja a un torero al abismo donde se mezclan las sangres del toro
y del torero, La gente sabía todo eso; lo presentía oscuramente, y esperaba
para aclamar al semidiós, al héroe, al fetiche, aunque éste hubiera estado mal
sobre la arena.
El Cordobés irrumpió en
el hall saliendo del ascensor. Vestido con una camisa de verano y un pantalón
vaquero, parecía un chico de la calle, un muchacho cualquiera que va para la
playa. Sencillo, sonriente, humilde, cordial. Nadie diría que se trataba de un
personaje célebre, admirado, envidiado, conocido en todo el mundo.
Instantáneamente se vio rodeado, emparedado, sitiado, prisionero de una
compacta masa humana. Lágrimas en los ojos, manos que se tienden, corazones que
tiemblan, exclamaciones, gestos, suspiros. ¡El delirio!
Yo estaba detrás del
mostrador de Recepción y, silencioso y solo, observaba. De pronto El Cordobés,
con un esfuerzo, rompió la muralla que le rodeaba y se acercó a mí tendiéndome
su mano diestra, su mano de matar, para estrechar la mía con un apretón noble y
valiente, un apretón de amigo, sincero y entero, como una estocada de las que
le salen bien. Un apretón de hombre, psicológicamente perfecto, ofreciendo toda
la mano, como Dios manda y debe ser.
-Adiós –dijo Manuel
Benítez-. Lo siento. Hoy no he tenido suerte.
-Adiós –le respondí-.
Otra vez, será, Manolo.
Sonrió y partió hacia la
calle, decidido y ágil, lo mismo que en el ruedo, para lidiar a la multitud que
le esperaba allí dispuesta a repetir, multiplicada por diez, la escena que
había tenido lugar en el interior del edificio.
-¡Caray! –me dijo una
señora-. Le dio a usted la mano, Se acercó para darle la mano. ¿Son amigos?
-Pues no, señora, Ni me
ha visto en su vida ni, probablemente, me volverá a ver más. A lo mejor creyó
que yo era un jefe, o bien hace lo mismo con todos los recepcionistas de todos
los hoteles. No sé...
-De todos modos... ¡Vaya
suerte! –en la voz de la señora había un lamento, un no sé qué de envidia, como
un disimulado rencor.
Mientras Manuel Benítez. El
Cordobés, luchaba en la calle titánicamente por subir a su automóvil zumbando
hacia otra ciudad en busca de otra plaza, de otros toros y de otras multitudes,
yo pensaba que, después de todo, a un tipo así, a un tipo que se acerca a los
desconocidos para estrecharles la mano, hay que admirarlo “velis nolis”, máxime
si consideramos la existencia de tantos necios que, habiendo hecho cuatro
perras, sabe. Dios cómo, desde luego con menos méritos que El Cordobés, no
saludan ni a su propio padre aunque se den con él de narices al doblar la
esquina, gentes que parecen ir gritando con el gesto un orgulloso “noli me
tangere” o un melifluo “¡Ay, mamá, no me
toques que puedo romper!”.
El veintiuno de junio
del año en curso, El Cordobés vino a torear a Sarria. Estuvo bien, según EL
PROGRESO, y yo me alegro. Con tal motivo, al paso que le agradezco su visita a
nuestra provincia, le brindo este trabajo a pesar de que él no me haya brindado
nunca ningún toro porque, claro, para eso tendría que conocerme y recordar que
un día, una tarde en Gijón, me estrechó la mano después de la corrida.
Pero no remataría mi
faena, esta faena, si no dijese que el domingo, al día siguiente de la corrida
de Sarria, esta vez con un tal don Antonio, tuve las mismas palabras, el mismo
o parecido altercado, que había tenido con don Agustín. Pero esta vez fue en
Villalba, Eso quiere decir que Manuel Benítez, El Cordobés, aún sigue siendo
alguien, aún da que hablar, que vociferar, y yo me alegro, me alegra,
también. Sinceramente.