Si yo fuera Jacqueline


JACQUELINE, viuda famosa, católica, joven, guapa y rica- madre de John y Carolina-, se casó de la noche a la mañana con Onassis, divorciado famoso, ortodoxo, viejo, feo y rico – padre de Alejandro y Cristina. Bastantes analogías y algunas diferencias.
De improviso, de repente, inesperadamente, explotando con la resonancia de una bomba atómica, la increíble noticia saltó como un gamo a la primera página de todos los periódicos del mundo y millones de hombres y mujeres, dispersos por toda la tierra, sintieron que algo se conmovía primero y se derrumbaba después en su interior. Era un mito que se venía al suelo, un ídolo más que caía, otra bandera que había que arriar. Era una fe que moría – fe pequeñita, humana pero fe-, un fetiche que había que arrancar del llavero o de la pulsera para arrojarlo al arroyo cual un trapo sucio. Era un hada que dejaba de serlo, una diosa que bajaba del altar, una reina que renunciaba al trono, una mujer que volvía a ser hembra. Era la carne triunfando del espíritu y el oro derrotando al ideal, un sueño desvanecido, un ejemplo desejemplarizado, un símbolo perdido, una brillante luz que se apagaba. Era la renuncia a seguir ejercitando la inútil y gloriosa profesión de mártir que sólo a ella- a Jacqueline- costaba sabe Dios que sacrificios. Y como la leyenda era bonita y trágica, popular y ejemplar, cimentada en el poder y la sangre, la fidelidad y la muerte, la juventud y la belleza, la riqueza y el valor, la viudedad y la orfandad, y a los demás nos importaba muy poco –en el caso de que nos importase algo- la amargura de la mujer que había de sufrir sus consecuencias, casi todos, hombres y mujeres, al conocer su decisión asombrosa de retornar a la vida real, de regresar al mundo de los seres de carne y hueso, pensamos, aunque no lo dijéramos, que Jacqueline era “una más”. Y sin embargo…
Y sin embargo, razonando, podemos llegar a concluir que no es así. Prisionera del “clan” Kennedy y de la aureola de semidivinidad de que la rodeaba un mundo que la admiraba sin estar dispuesto a imitarla, obligada a sacrificar su juventud y su belleza a la conservación del mítico prestigio de una familia de trágicos destinos, forzada a guardar fidelidad no a un hombre sino al recuerdo de un hombre, cansada de ver tejer y destejer a su alrededor fantásticas intrigas, una de las cuales la dejó viuda, harta de vivir en una sociedad corrompida y decadente, donde el crimen se organiza como un sindicato y el vicio como una empresa, Jacqueline decidió evadirse renunciando a su papel de semidiosa. E hizo bien. Si yo fuera Jacqueline habría hecho lo mismo, es decir, habría huido del mundo causa de mi tragedia y me habría unido precisamente al mismo hombre que ella se unió. Y ello porque…
Porque en Onassis está la clave para descifrar el misterio de Dallas. Viuda de uno que fue, por su cargo, el hombre más poderoso del mundo, Jacqueline ha contraído matrimonio con su equivalente, el hombre, o uno de los hombres más ricos de la tierra. Si el poder conduce normalmente a la riqueza, está fuera de dudas que la riqueza lleva invariablemente al poder. Y Jacqueline necesita de ese poder para descubrir una verdad y pregonarla, para arrojarla a la cara de la sociedad que asesinó a su marido. Es algo que, andando al tiempo, si vivo, espero ver. Hay que saber por qué murió asesinado John F. Kennedy y quienes fueron los que pusieron las armas en manos de sus asesinos y también quienes y cuantos fueron, en realidad, los autores del asesinato.
Poseedor de miles de millones de dólares, relacionado con todos los grandes de este mundo, Aristóteles Onassis puede poner a disposición de Jacqueline fantásticos, inconcebibles, medios de investigación. Usándolos convenientemente, Jacqueline está en disposición de poner en pie de guerra ejércitos de “gorilas” para defenderse y de “perros de presa” para atacar. Agentes secretos bien remunerados, mercenarios a quienes la vida importa un pitillo, pueden ir a buscar a la verdad prisionera, liberarla de la prisión en que se encuentra aherrojada, y sacarla a la luz del día. Y ese día será el gran día de la mujer que tuvo valor suficiente para, desafiando la opinión del mundo entero, descender del pedestal al que la habíamos alzado porque no nos costaba nada.
Me asalta ahora la duda, al terminar, de si Jacqueline habrá obrado realmente como obró por los motivos que yo pienso. En todo caso, aunque esto parezca una novela, o el embrión de una novela, es lo que haría yo. Si yo fuera Jacqueline.