“Con el corazón en bandolera”, desde mil novecientos cincuenta y cinco hasta mil novecientos sesenta y siete, anduve rodando por ahí por España adelante, de Norte a Sur, de Oeste a Este. Pasaron por mí, y yo por ellos, pueblos y ciudades y campos y caminos, personas y cosas y voces y miradas. España, ya está dicho, es grande y varia, pude verlo, y pude ver, además, como esa grandeza y esa variedad se iban transformando día a día no sé, nunca se sabe, si para bien o para mal. El tiempo lo dirá. El tiempo: ese fiel testigo insobornable. De cuando en cuando retornaba a Villalba, mi pueblo, de paso, de visita, y cada vez observaba un nuevo cambio, una transformación. Algo nacía y algo desaparecía a cada instante, como en los otros pueblos, como en las ciudades que yo acababa de dejar, como en nosotros mismos, los humanos. Lo sabe bien el poeta de la Chá, Manuel María, el autor de “Morrendo a cada intre”. Pensaba yo entonces en el libro del poeta amigo y en que la muerte, la agonía, la plenitud vital y el nacimiento, se yuxtaponen ininterrumpidamente, lo mismo que ancianidad, la juventud, la niñez. Así lo antiguo y lo moderno, lo viejo y lo nuevo, juntos hombro con hombro, mano a mano, me hacían pensar en las dos caras, en las dos facetas que presentan tanto los pueblos como los hombres. Y flotando sobre ese pensamiento, como una triste nube grisácea, como una vaga sombra nostálgica “-negra sombra que me asombra”- una imprecisa añoranza desbordada, el recuerdo de las personas y las cosas que fueron y ya no son, los amores muertos, las esperanzas rotas, “lo que el viento se llevó”. Seres de aquí y de allá, cosas de acá y de acullá que un día existieron y de las que sabemos únicamente que ya jamás las volveremos a ver. Una casa en ruinas. Ese novísimo edificio majestuoso aquella ancianita que camina doblada arrastrando los pies y que en tiempos fue una hermosura. Esa guapa chiquilla de ojos grandes abiertos al misterio de la vida a la que no conozco, ni ella me conoce, y es, podría ser, hija de aquel amigo mío que murió, aún joven a la edad que yo tengo. Dos caras de un pueblo…La cara sonriente, el rostro triste, la arrugada tez, la tensa piel, los ojos luminosos, las pupilas apagadas, la infancia y la senectud. Dos caras…
Regresé a Villalba, por fin, tampoco sé si de
vez, dispuesto a quedarme, definitivamente, si nada me lo impide, predispuesto
a partir si el destino me obliga. Hay que estar siempre preparado a levar
anclas. La vida, a vista de hombre es algo absurdo. Sólo Dios sabe por qué…Pero
ahora estoy en mi pueblo sintiéndome casi un extraño y Villalba y yo, frente a
frente, nos miramos tratando de reconocernos. “Este es aquél”-dirá ella. “Esta
es aquélla”—pienso yo. Acude a mí, insistente, obsesionante, incisivo, el
pensamiento antiguo, ahora concreto, limitado, definido, circunscrito a las dos
caras de mi villa, a las dos Villalbas que veo, o que imagino. ¿Estará bien
hablar de ello? ¿Alguien me leerá? No lo sé ni, realmente, me importa gran
cosa. Tomo la pluma. Medito un rato. Escribo, sufro, descanso, me libero.
¿Llueve en mi corazón? Sí, llueve. Llueve una lluvia lenta, cansada, mansa, pertinaz. Llueve desde
una noche de charol sobre el esplendor rojo de mi sangre. Llueve una lluvia
amarga, acre, acibarada. ¿Una lluvia de lágrimas, tal vez? Sí, tal vez, acaso,
por ventura, quizás. ¿Por ventura?
¡Quizás!... No es malo que le llueva a uno por dentro cuando los ojos secos de
tantos soles, ya no pueden, o no saben, o no quieren llorar.
La Villalba de mis padres, la de mi
niñez, era un pueblo más bien pequeño, uniforme, chato, humilde, que parecía
antiguo y pobre a pesar de su relativa modernidad y de las suntuosas galas
naturales-los ricos campos- que lo rodeaban. Pero tenía “ángel”, un algo
peculiar, eso que los franceses llaman, muy bien llamado, “esprit”.Las casas,
casi todas de un piso, gritaban estentóreamente, en su mudez quieta y calma, con
su aire de “cada can no seu palleiro”, el modo de ser y de pensar de los
habitantes de la villa. En cada casa una familia y todo el pueblo una familia
grande. A los villalbeses les gustaba- no eran insolidarios- sentir contra el costado propio la presión del codo del
vecino, pero les desagradaba que alguien anduviera sobre sus cabezas por eso la
mayor parte de las casas tenían un piso nada más. Por eso cada villalbés se
sentía conde de lo suyo y cada casa era un castillo. Y sobre todos Dios.
Padres y madres de numerosos hijos,
creyentes, piadosos, fervorosos, aquellos hombres y mujeres de la Villalba que ya no es,
creían que los hijos son una bendición del cielo y que “cada fillo trae un pan
debaixo do brazo”.Más de una vez le oí decir eso a mi madre, que tuvo once. Y
sé que aún quedan algunas mujeres así. Algunas, escasas, pocas, porque ahora se
piensa que los hijos no son “rentables” y antes se pensaba que era un deber
criarlos para el cielo. Aquellas madres sabían que “fillos criados traballos
doblados”, pero no por eso renunciaban a ellos. Presentaban batalla a la vida y
la ganaban y la promesa de la gloria estaba en la nobleza de sus manos
encallecidas por el trabajo. Hoy se afirma que los hijos “atan” y es claro,
porque no se puede estar al mismo tiempo al pie de la cuna en donde duerme un
ángel y tomando whisky en la “soirée”.
¡Y el silencio! Raramente el ruido de un
motor. Sé que a principios de siglo un automóvil era “un envento do demo” y aún
allá por los años treinta apenas existían
autos en Villalba. Carreteras solitarias. Tranquilidad para los niños
que íbamos y veníamos despreocupados, corriendo, pasándonos el balón de cuneta
en cuneta. De tarde en tarde el camión de Marcelino o el de Pardeiro rompían la
monotonía de la ruta. ¡El silencio! Sólo quebrado por nuestros agudos gritos
infantiles, las campanadas de la
Torre del Reloj, tan gratas al oído, lentas, espaciadas
sonoras, que resonaban allá contra Mourence con un dulce eco prolongado, el
graznido de un “choio” en la vieja torre feudal arruinaba siempre envuelta en
su abundosa cabellera de hiedra, la canción de un carro del país que subía
cansino, trabajosamente, hacia el pueblo, arrastrado por la pareja de vacas-¡Ei
“roxa”. Ei “gallarda”!- de grandes ojos mansos, pensativos. ¡La paz! Allá abajo
el río Magdalena, plata y cristal, esperándonos...
¡Y la libertad de los niños! Partidos de
fútbol en las calles y en las plazas con pelotas de goma o de papel. Ningún
temor, ningún miedo. “Los municipales” no acosaban a los pequeños hijos de
Villalba. El alcalde no imponía multas a nadie por culpa de los ácratas
infantiles. El cura no se molestaba aunque jugáramos, ruidosamente, a la puerta
de la iglesia de Santa María y Severino, el barbero, sonreía mirándonos desde
la ventana de “A miña barbería”. Los comerciantes ponían las “tabletas” para
evitar la rotura de los cristales o de tal cual “luna” que corría peligro de
ser perforada por un impreciso “cañonazo”.Nadie reñía. Nadie se enfadaba. Sólo
don Jesús Cabarcos, después de que enfermó, y entonces al verle deteníamos el
juego para dejarle pasar hacia su casa, en la Calle de Cemento, con su lento caminar, apoyado
en su bastón. Respeto sí. Ningún miedo. ¡Edad feliz! ¿Adonde habéis ido,
silencio y libertad? ¡Qué tristeza tan grande me da sombra!-escribió García
Lorca para que yo pudiera repetirlo.
Y vosotros, periodistas, músicos, pintores y
poetas... ¿Dónde estáis? ¿Dónde está el pintor que ocupe en las calles y las
plazas el lugar que dejó vacío Antonio Insua? ¿Dónde el compositor que
sustituya a Santiago Mato Vizoso? ¿Dónde el historiador que continúe la labor
de Manuel Mato? ¿ Dónde el periodista
que imite a García Hermida? ¿Qué fue de vosotras, bandas, rondallas? ¿Qué de
las elegantes, vistosas, señoriales, nutridas, conjuntadas “comparsas” de
Carnaval? ¿Qué de la sociedad cultural? ¿Qué de vosotros, los poetas? ¿Habéis
muerto todos? ¿Dormís?
Se acabó. ¿Qué no he dicho nada de la otra
Villalba, de la vuestra? Pensad en lo perdido y en aquello tan distinto que
vosotros tratáis de ganar.
¡Pero oíd! Parece que suena un piano. Esa
“moto” en pruebas no permite determinar si interpretan a Schubert, a Chopin o a
Mozart, pero es realmente un piano lo que suena. ¡Aún queda un piano en
Villalba! Aún queda algo, alguien, un artista. Seguramente es Pepita, fiel a su
arte, a sus padres, a sus abuelos, fiel a sí misma y a los tiempos que la
vieron nacer. Seguramente...
Cesó de llover en mi corazón Alborea sobre el
esplendor rojo de mi sangre. No murió todo todavía. Hay esperanza mientras viva
un sembrador. Habrá que seguir
esperando, confiando, en que renazca aquello que no debió morir. Habrá que
seguir esperando, sí, aunque siempre dispuesto, preparados, a partir nuevamente
“con el corazón en bandolera”.